RECONOCER LA HERIDA Y SANARLA por Nerea Ubieto
Romina Rivero es una mujer sensible en el más puro sentido del término. La palabra viene del latín –sensibilis– y significa «que puede percibir sensaciones». Su capacidad para detectar cambios se manifiesta en relación a otros cuerpos, individuales o colectivos, pasados o presentes, materiales o espirituales. El resultado es una obra que traduce todo este potencial mediante una estética de la sutilidad y la intuición. Desde esta perspectiva, es normal que al llegar a la residencia artística Konvent (Berguedà, Barcelona) se sintiese profundamente interpelada. El centro ocupa los edificios de una antigua colonia textil en desuso, Cal Rosal, cuya historia se remonta a mediados del S. XIX cuando los hermanos Rosal instalaron una fábrica en unos terrenos al lado del río Llobregat para aprovechar la energía del agua.
La industria se amplió y la colonia incorporó arquitecturas y servicios a su alrededor: las viviendas para los trabajadores, la iglesia, el convento, el hospital, el cine, etc. A finales de siglo, las hermanas carmelitas gestionaron el convento que sirvió como residencia obrera de las jóvenes trabajadoras, así como de escuela para los niños y comedor. Durante la guerra civil la dirección de la colonia pasa a manos de un comité del CNT (Confederación Nacional del Trabajo), reutilizando el espacio como refugio y lugar para asambleas republicanas. Al finalizar la contienda regresan los amos, las monjas y la educación religiosa. La colonia vive una época de esplendor laboral hasta que en los 80 comienza una crisis que desemboca en el cierre definitivo de la fábrica en 1992.
Este conjunto de elementos históricos y humanos sirvieron a Romina Rivero de revulsivo inmediato y base para llevar a cabo el presente proyecto donde se despliegan la totalidad de sus intereses en torno a las formas de control de la vida y los cuerpos. Por un lado, la estructura de la colonia remite al paradigmático modelo de disciplinamiento foucaultiano dividido en instituciones de poder. La artista selecciona y fotografía cuatro localizaciones –la fábrica, las viviendas, el hospital y la capilla– representativas de tales autoridades para localizar los daños, sanarlos y dignificarlos a través del arte. No olvidemos que los espacios son cuerpos que contienen otros cuerpos –visibles o invisibles– y, su energía, comunica y se hace sentir. En ellos emergen las heridas de las personas que los han habitado a lo largo del tiempo: la del trabajo, repleta de horas interminables en las que los sujetos se convierten en máquinas; la de la guerra, conformada por cientos de víctimas que abanderaron la lucha; la de género, llena de mujeres que sufrieron la injusticia, la persecución y el cercenamiento de sus derechos y libertades; la de la religión, origen de la culpa cristiana y herramienta de manipulación del pensamiento; y la de la salud, infligida mediante el engaño, la corrupción médica y la hegemonía de las farmacéuticas.
Todas ellas fueron perpetradas por primera vez hace siglos, pero siguen abiertas y sin cicatrizar. Romina Rivero las reconoce y pone en evidencia su actualidad con la intención de generar conciencia y calmarlas.
En las imágenes de la serie Anastomosis, la artista cierra las heridas simbólicamente mediante un procedimiento de sutura quirúrgica, con máximo cuidado y respeto, dejando ver el espacio de detrás a través de una blonda –tributo al trabajo invisibilizado de las mujeres– que ennoblece las memorias contenidas. Sin embargo, la mejor forma de recuperar el equilibrio natural de los cuerpos es evitar la necesidad de ser curados. El principio Primum non nocere/Lo primero es cuidar ‒ locución latina atribuida a Hipócrates y uno de los cuatro principios básicos de la Bioética ‒ pone énfasis en la prevención y la preferencia de no actuar sin valorar antes los posibles efectos. Intervenir con operaciones o fármacos puede acarrear peores consecuencias que el desarrollo natural de una enfermedad. La generalidad de las prácticas médicas occidentales lleva a cabo unas estrategias que poco o nada tienen que ver con la salud real. Su forma de proceder es justo la contraria: primero operar, medicar, solventar, remendar, tapar un problema que se acabará enquistando o brotará de forma más virulenta al tiempo. Se trata de un discurso clínico basado en el poder y la normativización de los cuerpos que se aleja de una praxis bioética. Por suerte, existen medicinas alternativas y filosofías de origen oriental que adquieren un peso incuestionable dentro de la exposición, ofreciendo otra salida posible.
En la obra de Romina Rivero, el sabio consejo que da título a la muestra se extiende al ámbito social y político para hacernos reflexionar sobre las problemáticas de nuestro presente. Hacer, trabajar, maximizar el tiempo es el mantra productivista que gobierna la época actual. Creemos haber superado la esclavitud de la fábrica, pero solo ha cambiado de forma. El control se ha trasladado de fuera adentro, del horario programado a la programación de las mentes. Los niveles de autoexigencia y la prioridad de accionar sin descanso conducen a los cuerpos a la extenuación. En una sociedad que busca soluciones rápidas y fáciles, es previsible que la norma sea tratar el síntoma en lugar de la raíz del problema o que predominen los métodos agresivos frente a los preventivos. El proverbio Primum non nocere debería resonar en las cabezas de todos los individuos, especialmente en las de aquellos que perpetran la violencia. La invasión y el ataque son siempre vías hacia la pérdida: de vidas, de ética, de equilibrio, de naturaleza, de humanidad. Carece de sentido ponerlos en práctica.
Dos instalaciones completan la exposición. La estética de la pérdida consiste en grupo de corporalidades, suspendidas cual crisálidas en la sala central, que sobrecogen con su presencia espiritual y la violencia de estar colgadas de ganchos de hierro. Son aquellas que residieron los espacios disciplinarios; sus torsos han sido reparados –física y emocionalmente– y esperan un nuevo despertar. De larvas a mariposas, de ser fragmento a volar en libertad. La distribución cobra relevancia en el discurso. Al bajar a la sala, se sitúan en primer lugar tres cuerpos, uno detrás de otro, identificados como masculinos. Han sido ubicados a poca distancia y penden de un riel cual trozos de carne en un almacén refrigerado.
Representan la fuerza de trabajo pura y dura, el resultado de una forma de gobierno desarrollada a partir de los siglos XVII y XVIII que transforma el modelo tanatopolítico para adaptarse a las necesidades del nuevo sistema capitalista: debía ejercer un control sobre la población sin prohibir y activar una producción en masa para un crecimiento basado en tipologías reguladas.
«La vieja potencia de la muerte, en la cual se simbolizaba el poder soberano, se halla ahora cuidadosamente recubierta por la administración de los cuerpos y la gestión calculadora de la vida. Desarrollo rápido durante la edad clásica de diversas disciplinas — escuelas, colegios, cuarteles, talleres; aparición también, en el campo de las prácticas políticas y las observaciones económicas, de los problemas de natalidad, longevidad, salud pública, vivienda, migración (…). Se inicia así la era de un "bio-poder"»[1].
En los cuerpos máquina, las fuerzas ya no se aplican para matar, sino para «hacerles vivir» y producir más: se ha accedido a sus subjetividades, administrando su vida cotidiana y extendiéndola para los intereses del régimen. El control se ejerce a través del binomio poder-saber que dictamina unos modos de ser y propicia una intervención sigilosa. Los saberes se adentran en la red de relaciones de la sociedad y la redireccionan, penetrando la biología de las personas, extrayendo su tiempo y adiestrándolas mediante el ejercicio del orden. Así, los seres humanos mecanizan en qué consiste estar en el mundo y tener unas condiciones de existencia estables según ciertos estándares. Se convierten en un rebaño que se autoregula, sigue directrices y trabaja sin parar para ser «normal».
La cara más visible de la fuerza de trabajo con respecto a la construcción del capitalismo corresponde a los hombres, sin embargo, las mujeres han tenido un papel determinante que se ha comenzado a reconocer de la mano de filósofas como Silvia Federici. La investigadora italiana en su magnífico ensayo Calibán y la bruja se retrotrae a la Edad Media para hallar las raíces el sistema mercantilista y un tipo de trabajo reproductivo que reestructuró las formas sociales del feudalismo. En su obra El capital, Marx habla de momentos clave en la acumulación originaria que sienta las bases del desarrollo capitalista – la expansión colonial, el comercio con esclavos, la expulsión de campesinos de sus tierras, etc.– pero deja fuera la labor de reproducción de las mujeres como una de las principales fuentes de obtención de la riqueza. Federici critica esta ausencia, presente asimismo en la teoría del cuerpo de Michel Foucault:
«El análisis de Foucault sobre las técnicas de poder y las disciplinas a las que el cuerpo se ha sujetado ignora el proceso de reproducción, funde las historias femenina y masculina en un todo indiferenciado y se desinteresa por el «disciplinamiento» de las mujeres, hasta tal punto que nunca menciona uno de los ataques más monstruosos contra el cuerpo que haya sido perpetrado en la era moderna: la caza de brujas»[2].
Romina Rivero pone de relieve este hecho otorgándole un lugar central en la concepción del proyecto, así como en el espacio expositivo. Tras los cuerpos de hombres colgados en fila, se abre una sala más amplia protagonizada por cuerpos de mujeres, tres de ellos forman un círculo aludiendo a las brujas y los saberes contenidos en su comunidad. El capitalismo arrasó su potencial subversivo y toda una serie de creencias y formas de vida que suponían una amenaza para su desarrollo. Las mujeres consideradas brujas eran médicas, ginecólogas y parteras (aunque a menudo se les otorga el título de curanderas para restarles reconocimiento) y tenían un gran conocimiento de las plantas y los preparados naturales, es decir, sobre la farmacopea y formulación magistral.
El control sobre su propio cuerpo y la procreación no interesaban al sistema que las acusó de asesinas de niños, crímenes sexuales, conspiración y de mantener a los hombres impotentes para justificar una masacre sin precedentes a lo largo de los siglos XVI y XVII. El impedimento de ser dueñas de su función reproductiva sirvió para facilitar el impulso de un régimen patriarcal más opresivo.
«En la sociedad capitalista el cuerpo es para las mujeres lo que la fábrica es para los trabajadores asalariados varones: el principal terreno de su explotación y resistencia, en la misma medida en que el cuerpo femenino ha sido apropiado por el Estado y los hombres, forzado a funcionar como un medio para la reproducción y la acumulación de trabajo»[3].
El cambio de una medicina tradicional sanadora en la que participan las mujeres a una reglamentada ejercida por hombres, es otro de los pilares de interés de Romina Rivero. En su pesquisa tiene en cuenta la estatalización de la medicina originada en el S. XVIII y su tendencia a la somatocracia que pervive en la actualidad. Se trata de un modelo de desarrollo basado en la clínica que implanta una nueva relación entre la mirada del doctor y la esencia de las enfermedades. Algunas de las transformaciones más importantes son: la invención de leyes codificadas a partir de sistemas de verificación científico-técnicos; el establecimiento de la autoridad indiscutible del médico; la aparición de un campo de intervención de la medicina que va más allá de las enfermedades (el aire, el agua, los terrenos, etc) o la fundación de lugares institucionales como el hospital donde el doctor obtiene su discurso, lo pronuncia y encuentra su punto de aplicación. En el siglo XIX la medicina había rebasado los límites de los enfermos y las enfermedades, pero todavía existían aspectos que seguían perteneciendo a otros ámbitos –una práctica corporal y sexual, una higiene específica–, no codificados por la medicina.
Sin embargo, con el paso de los siglos y hasta el día de hoy, los fármacos y tratamientos intervencionistas lo han ocupado todo, tanto que parece imposible acceder o llevar a cabo una forma de vida desmedicalizada que atienda a temas como la alimentación, los cuidados emocionales, la gestión del estrés y las relaciones, los ritmos de trabajo. La causa principal es la constitución de una medicina occidental neoliberalizada que responde a intereses económicos, la medicalización de la vida, al cuerpo como historial clínico y no a la escucha de los pacientes. Un momento paradigmático dentro de este devenir insólito y mercantilizado fue la elaboración del Informe Flexner en EEUU a principios del S.XX: un documento encargado por el magnate del petróleo John D. Rockefeller (propietario en aquel periodo del 90 % de las refinerías) al educador Abraham Flexner para que evaluara cómo se enseñaba y se ejercía la medicina, y luego formulara una línea a seguir. Considerando el descubrimiento científico hacia el año 1900 de los petroquímicos y la posibilidad de fabricar drogas farmacéuticas a partir de ellos, el objetivo de la financiación de este estudio por parte de Rockefeller estaba claro: orientar el tratamiento de las enfermedades hacia procedimientos farmacológicos.
La transformación fue radical y supuso la desaparición de más de la mitad de los College americanos[4]. La medicina se departamentalizó en especialidades en oposición a un tratamiento integral; se produjo una separación entre el cuerpo y la mente a la hora de asistir a los enfermos y, por supuesto, la solución principal a las dolencias pasó a ser el suministro indiscriminado de sustancias derivadas de petroquímicos que reproducen el principio activo para aliviar los síntomas y enmascarar la enfermedad, pero sin llegar a producir la curación en muchos casos. Además, las facultades de medicina y los hospitales debían adoptar todas las recomendaciones consignadas en el informe como, por ejemplo, la eliminación de las mujeres y las personas racializadas del servicio médico.
Es lógico que con todo este caldo de cultivo hayamos llegado a la situación actual de sometimiento médico que Romina Rivero pone sobre la mesa y cuestiona críticamente. Frente a la dependencia tecno-farmacológica dominante, la artista reclama la autonomía de los cuerpos para sanar por sí mismos con la ayuda de técnicas y cuidados no invasivos. De los fragmentos de hombres y mujeres heridos de la instalación central, emerge una luminosidad cicatrizante materializada en pan de oro. El proceso de curación es holístico y viene de la mano de técnicas orientales –acupuntura– y de un mirar hacia adentro.
«Dado que el espíritu es Luz, el ser realizado siempre goza de buena salud. En cuanto al ser soberano, consciente de su divinidad interior, no necesita médico, él es el médico. Es el principio de toda sanación. Motivo por el cual podemos afirmar que el enfermo es el único que puede curarse».[5]
El espacio de la cúpula se colma de inciensos rojos desplegados que remiten a las flores rojas (claveles, amapolas) usadas para recordar a los caídos y las caídas en combate. Su misión, al igual que en oriente, es honrar a los ancestros, pero también a las víctimas, con el objetivo de aliviar su campo energético. Víctimas de la medicina corrupta, de la explotación, de la guerra, de la manipulación y, por supuesto, de la pandemia.
El título de la instalación, Mujō, de la impermanencia alude al concepto japonés que se traduce como la belleza de la fugacidad de las cosas. Cientos de varillas de incienso, alegoría de individualidades, manifiestan el potencial de ser activadas. Su presencia en este mundo es transitoria, pero no por ello menos hermosa e importante. Cada una de ellas es merecedora de una experiencia de vida propia sin serle arrebatada.
Como broche final, el aroma a naranjo amargo tiene la cualidad terapéutica de curar las tristezas más profundas del alma. Romina Rivero invita al espectador a dejarse embriagar por el olor para reestablecer su equilibrio, porque las víctimas de las que habla no pertenecen solo al pasado: hoy seguimos sufriendo los efectos del panóptico contemporáneo y es necesario continuar sanando.
[1] FOUCAULT, Michel. Historia de la sexualidad I. Voluntad de saber. Siglo veintiuno editores, s.a. HTTP://BIBLIOTECA.D2G.COM P.84
[2] FEDERICI, Silvia. Caliban y la bruje. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria. Ed. Historia. Traficantes de sueños. Madrid, 2018. P.21
[3] Ibidem. P.33
[4] Se denominaba College a las escuelas de medicina en los EEUU
[5] LANCTOT, Ghislaine. La Mafia médica. Ed. Vesica Piscis. Granada, 2007. P.52
CREAR ES VIVIR DOS VECES por Sandra Maunac
«Crear es vivir dos veces» [1]
Ante la pregunta siempre vigente de qué papel para la creación, para el artista hoy, Romina Rivera plantea su respuesta: la creación se engendra en la necesidad de revertir el orden que se nos intenta imponer.
Esta visión no intuitiva, sino corpórea, es un susurro. Romina nunca la presenta de forma categórica; al contrario, su obra nos conduce para intentar comprender cómo los cuerpos —que habitamos en ese orden violentamente implantado— se debaten, se deslizan intentando surcar nuevas vidas. La artista se nutre de la idea de que «el saber, el único que nos ayuda es el de los poetas […], del movimiento y de las formas. En definitiva, un adiós a la categoría. Un adiós a las esencias»[2].
El conjunto de instalaciones de esta exposición lleva como título Primum non nocere, lo primero es cuidar, un lema que sirve a Romina para recordarnos la importancia de que el primer verbo que necesitamos para conformar esa nueva ordenación es cuidar. Lo primero es no hacer daño. Lo primero es que en el espacio, tanto de la vida como de la creación, ya que son indisociables, hay que reconocer la herida para, desde ella, vivir una segunda vez.
Para cuidar y empezar a reparar es necesario otro verbo: mirar. Por eso recurre esta vez a la fotografía, entendiendo, como lo planteaba John Berger, que su «verdadero contenido es invisible […]. Una foto, por su propia naturaleza, siempre se refiere a lo que no se ve»[3]. Y esto es lo que ocurre en las cinco fotografías que nos ofrece Romina, cinco tomas que corresponden a un lugar muy concreto en el que se superponen muchas historias, pero que no quiere revelarnos a primera vista. Lo que hace, de hecho, es entregarnos pequeñas pistas para que indaguemos, si deseamos, con más profundidad. Solo vemos espacios abandonados de interiores, intuimos la presencia ante el peso de la ausencia humana y vislumbramos un edificio derruido encajado entre árboles. A esta captura, para la que ha elegido el color, añade además dos elementos constitutivos de su obra en su doble vertiente de curadora-artista: el uso de la sutura quirúrgica y de la blonda, que no solo tejen el papel fotográfico con la materia simbólica sino que, además, permiten conectar diferentes tiempos históricos.
El título de la serie Anastomosis, para el cual recurre de nuevo al vocabulario médico, ya era un indicio para sugerirnos que las huellas del pasado aún pesan y retumban sobre las paredes de lo que fue una colonia textil situada cerca del río Llobregat. Estas fotografías remiten así a la segmentación de los espacios de vida, a estructuras verticales y nos invitan a que percibamos y descifremos las consecuencias de la dominación, la explotación, el control de almas y cuerpos, todo aquello que visceralmente Romina desea combatir. Nos encamina, en definitiva, a comprender que primero, sí, hay que mirar, pero que «mirar no es una competencia, es una experiencia»[4], que en este caso además sirve para recordar: la fotografía como ese interruptor de la memoria, para desde ahí, desde ese pasado más profundo, poder sanar.
El segundo paso para dibujar un nuevo escenario, después de haber mirado, de haber calibrado las raíces de las heridas, es liberar estas huellas. Para lograrlo, Romina transforma esas ausencias, esas sombras que adivinamos en las fotografías, en siluetas. Las saca de ese marco estanco, salen de la imagen para ocupar la zona de contacto que supone el espacio expositivo. Una manera para ella de reconectar.
La siguiente instalación de esta muestra, titulada La estética de la pérdida, se compone de fragmentos de torsos suspendidos, izados sobre ganchos de acero, pero al mismo tiempo flotando y embellecidos con tul. Bustos que nos acompañan en nuestro deambular y a los que se les ha concedido un nuevo presente. Y es que, frente a la configuración occidental de la clasificación, de lo que separa, de lo que divide, de lo que disecciona el hombre del mundo, Romina —en la nueva tradición de artistas del entre-dos, de las islas periféricas— articula un universo del re-ligar, de entre-lazar, usando en este caso cicatrices embellecidas en oro junto con tul bordado que adorna los cuerpos.
La última instalación Mujo, de la impertinencia, un mar rojo de inciensos, nos interpela para que no olvidemos uno de los gestos que nos hacen ser justamente comunidad: poder decir adiós. Porque qué es la comunidad sin despedidas, como desgraciadamente hemos visto que se producía durante la pandemia. En lo común se sostiene la posibilidad de compartir sin condiciones, sin precio. Decir adiós es citarse para honorar de nuevo, es poder hacer memoria de lo vivido.
En contraposición a una lógica imponente, los dispositivos que presenta Romina nos invitan, por tanto, a aceptar nuestra fragilidad como seres humanos, nuestro lugar en la «horizontal plenitud de lo vivo»[5]. Suturar para curar, suturar para enramar, no solo para una misma sino también para el conjunto de lo que nos hace ser lo que somos. Una necesidad de reequilibrar, de reparar, que dibuja una ética basada en la reciprocidad y en el respeto al otro.
Romina Rivero no busca atraer por la grandiosidad ni a través de la provocación. Es una obra del murmullo, pero que una vez se penetra, estalla en lo más profundo de cada una de nosotras. Sin duda, atravesar las olas internas que provocan sus obras nos permiten acompañar mejor, cuidar-nos y respetar-nos con más fuerza para conciliarnos con el otro verbo: vivir. Vivir dos, o incluso más veces, para una, para todos, para la comunidad.
[1] Albert Camus, Le mythe de Sisyphe dans L’abécédaire d’Albert Camus, Textes choisies par Marylin Maeso, Ed. L’Observatoire, 2020. Pág. 48.
[2] Camille de Toledo, L’inquiétude d’être au monde. Editions Verdier, 2010. Pág. 48.
[3] John Berger, Para entender la fotografía. Editorial Gustavo Gili, 2015, Pág. 35.
[4] Georges Didi-Huberman “Regarder n’est pas une compétence, c’est une experience”, Entrevista con Jean Max Collard y Claire Moulène, Les Inrocks, 12 febrero 2014.
[5] Aliocha Wald Lasowski, Édouard Glissant, poète philosophe de la relation
Balises, le magasine de la Bpi, le 16/02/2018
https://balises.bpi.fr/edouard-glissant-poete-philosophe-de-la-relation/