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EMBELLECER EL DOLOR   por Nerea Ubieto

 

Cuerpos. Cuerpos modelados, definidos, clasificados, estandarizados, cortados por un mismo patrón: médico, político, social, religioso. Cuerpos disciplinados, restringidos, subyugados, encorsetados en unas formas fijadas en las que no se reconocen. Cuerpos inapropiados, patologizados, expuestos, desviados, juzgados, oprimidos, maltratados. Cuerpos rendidos, frustrados y enfermos.

 

Pero también: cuerpos diferentes, maleables, caóticos, habitantes de la periferia. Cuerpos libres, reivindicativos, disidentes; colectividades que luchan por encontrar su lugar fuera de la hegemonía. Cuerpos que desbordan, gritan, resisten, se manifiestan, curan sus heridas y resurgen de sus cenizas. Cuerpos que crecen hacia los lados, crean alianzas y hacen de su vulnerabilidad su fuerza.

 

La materialidad del cuerpo posibilita el contacto con el mundo y con el otro. Es a través de los sentidos como percibimos aquello que nos rodea y podemos compartirlo. Experimentamos, contrastamos y adquirimos conocimiento juntas. Generamos vínculos y relaciones a partir de un sentir común. Ahora bien, habitar este mundo supone estar enfrascados en unas normas y estructuras que nos afectan y atraviesan, lo queramos o no. Se trata de marcos muy precisos que condicionan nuestra vida: hacen que nos sintamos cómodos con lo que somos o que, por el contrario, nos pensemos fuera de lo socialmente admitido, materia sobrante expuesta al estigma y la exclusión.

 

Existen infinidad de etiquetas identitarias que configuran una suerte de mapa poblado de una diversidad ficticia. El espejismo se diluye al constatar que solo hay dos posiciones reales: dentro o fuera de los estándares de normalidad para ser aceptado. Una división reduccionista y dual que reifica un binarismo crónico. Y es que, como apunta Paul Preciado en su último libro, Un apartamento en Urano, «en este sistema de conocimiento todo tiene un derecho y un revés. Somos el humano o el animal. El hombre o la mujer. Lo vivo o lo muerto. Somos el colonizador o el colonizado. El organismo o la máquina. La norma nos ha dividido. Cortado en dos. Y forzado después a elegir una de nuestras partes. Lo que denominamos subjetividad no es sino la cicatriz que deja el corte en la multiplicidad de lo que habríamos podido ser. Sobre esa cicatriz se asienta la propiedad, se funda la familia y se lega la herencia. Sobre esa cicatriz se escribe el nombre y se afirma la identidad sexual.»[1]

 

La cicatriz indica la ruptura con un estado anterior, pero también demuestra la existencia de una etapa previa que, por tanto, nos pertenece. Huella de lucha y rastro de resistencia, solo detectando la herida se hace posible sanarla.

En las fisuras internas hemos podido perder parte de nuestra identidad, genealogía, privilegios, libertad… Su presencia conlleva una segmentación ­­– no siempre consciente – peligrosa de obviar. Las posibles consecuencias son explosiones o implosiones involuntarias, ocultamientos que conducen a la lesión emocional o la clandestinidad sensitiva. Frente a los remedos cosméticos y la contención, la propuesta es aceptar, enseñar, reconfigurarse mediante la experimentación de una vida que cuestione los parámetros estipulados y las identidades cerradas.

 

Mirar con otros ojos, embellecer el dolor.

 

Este es el escenario que propone Romina Rivero en su instalación En fuga, un conjunto de cuerpos, representados por maniquíes blancos, de los que salen hilos que se proyectan hacia afuera, produciendo una red de vínculos dorados que interconectan las entidades al mismo tiempo que las trascienden. Los figurines tipificados como punto de partida, muestran la base regularizadora que nos mercantiliza a todos por igual, obligándonos a asumir unos modelos impuestos desde que nacemos. Así lo hace la medicina con la asignación de género: masculino o femenino son las opciones que condicionarán nuestro pensamiento, formas de hacer y personalidad si nos dejamos arrastrar por la corriente arrolladora. El filósofo Guilles Deleuze entendió la lógica de la identidad como un modelo arborescente que nos limita a un crecimiento vertical, predeterminado, inamovible. En contraposición, propuso otro tipo de desarrollo similar al de las plantas que crecen horizontalmente, rizomas, que permitiese la expansión libre y colateral, hasta donde la potencia de cada cual pudiese llegar.

 

«¡Haced rizoma y no raíz, no plantéis nunca! ¡No sembréis, horadad! ¡No seáis uno ni múltiple, sed multiplicidades! ¡Haced la línea, no el punto! La velocidad transforma el punto en línea. ¡Sed rápidos, incluso sin moveros! Línea de suerte, línea de cadera, línea de fuga.»[2]

 

Emprender líneas de fuga es ir más allá de nuestro propio territorio, pero también, significa saber reconducir aquello que no nos interesa, romper raíces y crear conexiones nuevas. El rizoma puede ser interrumpido, pero sigue creciendo por cualquiera de sus partes. Los cuerpos de Rivero están en fuga: buscando otras porciones de tierra favorables, expandiendo su territorio y comunicándose con otros cuerpos como movimiento natural, propio del ser humano. La interdependencia es la clave de una red de corporalidades que se nutren recíprocamente y pueden, también, encontrarse en su dolor. En este sentido, se establecen múltiples lazos con las reflexiones de Judith Butler, filósofa preocupada por el sufrimiento de los cuerpos, a los que entiende como «instancias enredadas en una trama de relaciones sociales que permiten todo aquello que, en sus palabras, hace que la vida merezca la pena: la amistad, la pasión, el deseo»[3]. Sin embargo, esta trama material tiene su contrapartida, ya que también pueden ser agredidos, violentados, manipulados.

 

Cada uno de los maniquíes que presenta Rivero ha sufrido una intervención; atisbamos suturas, cicatrices, metamorfosis. Las intromisiones se asocian con motivos diversos: operaciones por enfermedad, cirugía estética, cambio de género… pero lo que realmente le interesa a la artista es subrayar el origen emocional de todas ellas. Nos sugiere una visión holística con una base arraigada en las medicinas tradicionales orientales, por ello, en ningún caso, las ubicaciones de las cicatrices son aleatorias, sino que corresponden a desequilibrios emocionales vinculados a diferentes órganos. Recordemos que, en la teoría de los cinco elementos china, la ira se concentra en el hígado y la vesícula biliar; la excitación en el corazón y el intestino delgado; el miedo en el riñón y la vejiga; la tristeza en el pulmón y el intestino grueso y la preocupación en el estómago y en el bazo. Somos reflejo de lo que sentimos y nada pasa desapercibido en nuestro receptáculo físico personal, capaz de convertir los trastornos mentales en síntomas orgánicos y funcionales. Si pretendemos alcanzar una salud óptima, los tres cuerpos, mental, emocional y espiritual, deberán estar armonizados.

 

La sociedad neoliberal capitalista en la que nos ha tocado vivir, se esfuerza por limitar la morfología del cuerpo, marcando unos estándares que lo constriñen y privan de su libertad de ser únicos. Todo lo que se sale de los patrones convenidos, es considerado en el mejor de los casos raro o inadecuado, pero en otros muchos, monstruoso, abyecto, carente de ­– lo que se ha definido como – valor. La consecuencia son individuos que no se sienten cómodos con su propio cuerpo e intentan adaptarlo a sus deseos prefabricados. Narices, pechos, nalgas, pómulos, cabello… cualquier parte del cuerpo es susceptible de ser rediseñada. La artista habla de anatomías parciales para referirse al estado de fragmentación en el que nos vemos sumergidos, resultado de parchear en lugar de atender los niveles más profundos.

 

Por otro lado, las frustraciones, complejos y posteriores traumas pueden enquistarse y derivar en afecciones físicas graves que requieran una operación. Para evitar tal acumulación, habría que florecer tal y como cada uno se concibe, sin represiones, desactivando – en la medida de lo posible – la presión social asfixiante. Es una tarea difícil que requiere coraje, ese que demuestran las personas cuya identidad sentida está muy alejada de la que les fue asignada al nacer. Lo lógico hubiese sido nacer libres y desarrollar indiferentemente cualidades “femeninas” y “masculinas”, en cuerpos de biomujeres, biohombres o intersexuales, pero como a día de hoy no es posible, ocurre que muchos sujetos sienten una dislocación identitaria y precisan acudir a quirófano para adecuarse al “otro” género disponible y vivir en correspondencia con lo que su razón sensible les clamaba.

 

Son situaciones duras que sufren los cuerpos, de manera constante, por estar sometidos a un régimen biopolítico en el que el gobierno y las instituciones organizan y administran las vidas a través de diferentes dispositivos de control. La respuesta a dichas tensiones, sobrevuela la instalación de Romina Rivero de forma solemne: RESISTENCIA, parecen murmurar las figuras ancladas en una disposición imperturbable. De poco serviría abandonar el lugar sin solventar los problemas, pues la realidad te acompaña en cada huida, en palabras de la poeta polaca Wisława Szymborska. Aunque sí pueden proyectarse, generar redes que configuren un buen sustento para el futuro. Se trata de una resistencia que apunta más allá de la tolerancia y alude a la honra existente en la torsión o deformabilidad. En la misma dirección, la segunda obra central en la muestra, Flor de espinas, subraya el brillo radiante de los cuerpos pese a las dificultades. Cuatro costillares dorados ­aluden a la poderosa armadura que protege nuestros órganos más preciados. Formalmente, son una alegoría de la flor que les da título ­– de espinas ­–, una variedad chamánica que se utiliza para trabajar el sentimiento de culpa, la ira reprimida o la desvalorización. De los huesos surgen una multiplicidad de hilos negros subversivos, dispuestos a tejer nuevos relatos, que desembocan la representación gráfica del sonido de la palabra DIGNIDAD. Un mensaje esperanzador que aboga por el empoderamiento y la libertad ética.

 

Pero esta batalla, aunque personal, no se libra en soledad, sino nutriendo los nexos, siendo conscientes de nuestra vulnerabilidad. Volviendo de nuevo a Butler, para la autora el cuerpo no puede entenderse como una entidad autónoma o autosuficiente, sino dentro de unos marcos de relaciones que posibilitan su propia vida. Desde esta perspectiva, los límites del cuerpo son relativos: «la piel contiene el propio cuerpo, pero el cuerpo rebasa los límites de la piel cuando se entrega a otra vida».[4] Nuestro organismo no nos pertenece completamente, sino que continúa en el otro a través de los vínculos. Hilos de oro que posibilitan un fluir de conciencias, la esperanza de una lucha común resguardada en la unidad.

 

Con una remarcable sensibilidad estética, Romina Rivero nos adentra es su particular universo simbólico en el que, de manera exquisita pero contundente, es capaz de trasladarnos desde la aplastante realidad sociopolítica al respiro y sosiego espiritual. En su proceso, nunca oculta, sino que eleva y dignifica: emprende la tarea de embellecer el dolor dejando que los cuerpos expresen su verdadera esencia.

[1] PRECIADO, Paul. B. Un apartamento en Urano. Crónicas del cruce. Ed. Anagrama. Barcelona, 2019. P.23.

[2] DELEUZE, Guilles y GUATTARI, Félix . Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Ed.PRE_TEXTOS. Valencia, 2002. P.29

[3] LÓPEZ, SILVIA. Los cuerpos que importan en Judith Butler. P.38

[4] LÓPEZ, SILVIA. Los cuerpos que importan en Judith Butler. P.45

© 2014 by Romina Rivero, contemporary artist  

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